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13/3/13

Jose Maria Borghello

José María Borghello, héroe secreto por Marcelo Gioffré
José María Borghello: Escritor y dramaturgo, nació en Buenos Aires y vivió muchos años en Mendoza. Autor de “Que los niños huyan de mí”, “Las razones del lobo” y “Plaza de los lirios”, más otras obras de gran calidad hoy escasamente reconocidas. Gestos, momentos, secuencias de vida de un gran autor olvidado.


La nota de José María Borghello sobre Antonio Di Benedetto, que presentamos, estuvo destinada a El Mirador, una revista de cultura, y por ende secreta, casi clandestina, que yo dirigía en los años ’90, y que llevó a la ruina a su editor después de diez números míticos. 

Allí escribía una comitiva de amigos, parecida a esos grupos mexicanos tan disparatados como fabulosos que menta Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Un gang literario en el que, además de Borghello, estaban Juan José Hernández, María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kiefer, Orlando Barone (a quien me une el arte y me separa el kirchnerismo), Luis Alberto Romero, Julio Costa y María Esther Vázquez. 

Borghello fue quien llevó justamente a Juanjo Hernández a esa cofradía, pues en esa época eran grandes amigos, a pesar de que ya había ocurrido la anécdota con Di Benedetto, que determinó entre ellos un primer hiato de discordia. Estaban en la casa de Poldy Bird (editora de Borghello) y comenzaron en la mesa a hablar de la beca Guggenheim, que ambos habían recibido. 

Hernández mencionó, quizás para indicar que lo mimaban como a un rey privilegiado, que los norteamericanos no le habían requerido ningún trabajo especial, ante lo cual Di Benedetto replicó que a él sí le habían exigido ciertas tareas y, con la consabida ironía punzante que menciona Borghello en su nota, agregó que quizás los norteamericanos hacían diferencias según las propensiones sexuales. 

Fue el momento en que Juanjo Hernández estalló, se paró para irse e hizo tambalear la mesa, ante lo cual la dueña de casa comenzó a hacer sonar desesperadamente la campanilla con la que llamaba a sus servidores. 

Esa noche Hernández se retiró anticipadamente, ofendido, y Borghello no lo siguió, traición que Juanjo no le perdonaba y que siempre recordaba con rencor, pues consideraba que José María debería haberse solidarizado con él y no lo hizo por un respeto reverencial y desmedido hacia Di Benedetto. 

Y la mención que Borghello hace a cartas que Di Benedetto enviaba después de ocurrido algún incidente queda homologada por el hecho de que una vez Hernández me llamó a mi escritorio y me pidió que fuera a su casa a ver algo: había encontrado una carta de Di Benedetto, enviada a los pocos días del hecho relatado, en la que le pedía disculpas. 

Hernández la exhibió ante mí como quien muestra una alhaja, un trofeo indiscutible. 

Se reconciliaron Borghello y Juanjo y durante años mantuvieron una amistad intensa, aunque no exenta de recíprocas maledicencias. Se leían lo que estaban escribiendo. Iban al cine. Recuerdo, por ejemplo, lo fascinados que ambos salieron de ver Felices juntos, un film rodado en la Argentina por un japonés, en el que se muestra la violenta relación homosexual de dos hombres en los bordes de Buenos Aires. Pero sobre todo eran dos grandes bebedores. 

Aunque ambos se horrorizaban de lo que tomaba el "Teuco" Castilla, quien después de varios vasos de vino iniciaba el camino de los whiskys en vasos de trago largo y, para poder seguir tomando, llegado un punto de la noche, hacía una mezcla con hojas de coca que se colocaba a un costado de la boca, momento a partir del cual ya casi ni se le entendía lo que hablaba; ellos solían medir sus noches en cantidad de botellas. 

A Borghello le habían prohibido las bebidas blancas, pero a veces transgredía esa veda con el vodka; en cambio Juanjo Hernández era un fervoroso adicto al vino tinto, no se conformaba con una botellita en la mesa, había que tomar una por comensal, y salidos ya del restaurante donde se había comido, y tras algunas vacilaciones, Hernández proponía ir a tomar otro café, pero era sólo una coartada: una vez sentados a la mesa de un bar, por ejemplo el de Pueyrredón y Santa Fe, pedía una botella chica de tinto, pero entonces Borghello siempre observaba que las botellas "de medio" tienen poca salida y, por ende, vienen siempre picadas, con lo cual había acuerdo para pedir otra botella grande.

Era el instante en que a Hernández también empezaba a no entendérsele lo que decía, y Borghello, que -como él mismo señala- fluctuaba entre la pesadumbre y la exaltación, iniciaba confesiones tan terribles como aquella según la cual, al acercarse a la cama de moribundo de su padre y notar que éste le quería pedir perdón por haberle hecho aplicar electroshocks, de joven, intentando disuadir sus inclinaciones homosexuales por consejo de un psiquiatra mendocino, él se había apartado para no darle ocasión al agonizante de obtener esa póstuma redención. 

Borghello, cuyo libro Plaza de los Lirios (plagado de nombres de guerra, como Inmaculada o Ángel azul, y de obscenidades, al mejor estilo Osvaldo Lamborghini) fue un hito, junto con Asfalto, de Renato Pellegrini, de la llamada literatura gay, y cuyos cuentos excepcionales eran reconocidos por todo el ambiente intelectual, admiraba las poesía, los cuentos y los ensayos de Juanjo Hernández. Sostenía que era muy lúcido, pero al mismo tiempo criticaba su habilidad para relacionarse con quien pudiera ayudarlo y lograr una circulación de su nombre. 

"Manipula, maneja", decía. Es que en eso Borghello era todo lo contrario: no sólo no se relacionaba sino que deliberadamente se alejaba de cualquier posibilidad de vínculo favorable. 

Pero no sólo esa observación apuntaba a la conquista de relaciones literarias, sino que se extendía a detalles tan nimios como objetar que Juanjo, en una cena o una fiesta, se acercara a un comensal que tenía automóvil calculando que después lo podría llevar hasta su casa. 

De ese tipo de maledicencias recíprocas estaba hecha la relación de estos dos grandes, pero Juanjo también criticaba a Borghello justamente por ser tan celoso, estar siempre atento a ese tipo de sutilezas y sembrar cizaña por tonterías. 

Así fue que terminaron malquistados y Hernández no concurrió al velatorio de Borghello pues hacía casi un año que no se hablaban. Una noche Juanjo dio una conferencia en el Congreso Nacional, sobre Pepe Bianco, de quien había sido amigo y legatario. Borghello estaba allí, al fondo de la sala. 

Al terminar la charla, mucha gente se arremolinó sobre el estrado, con lo cual todo se demoró unos minutos. Borghello se quedó atrás, solo, ansioso. Juanjo le hizo una seña, pidiéndole que lo esperara, que en breve estaría liberado, pero Borghello sintió que Hernández le prestaba más atención a todos esos desconocidos que a él, que era su amigo, y se fue enojado. Se fue y nunca se volvieron a ver ni a hablar. Así eran de recelosos y complejos. 

El 17 de octubre siguiente, día del cumpleaños de Juanjo, José María marcó el número de teléfono del departamento de la avenida Pueyrredón, donde Hernández vivía, dejó correr varios rings y antes de que atendiera se arrepintió y colgó. Se extrañaron mucho en ese último año. 
Borghello siempre decía que iba a médicos, para curarse de una enfermedad que nunca quedaba claro qué era, como en una obra de Kafka. Yo descreía de que estuviera enfermo, era escéptico o candoroso, o pensaba que José María era inmortal. 

Cuando a principios de enero de 2000 me fui a España ni se me cruzó por la cabeza que no lo volvería a ver, aunque unos días antes había visto, en la clínica de la calle Sánchez de Bustamante donde estuvo internado por un tiempo, un bidón transparente con su orina completamente oscura, que indicaba que no sólo la hepatitis y la cirrosis estaban en una fase avanzada sino que se habían convertido en un grave tumor al hígado, que finalmente lo mató. 

El último 20 de enero se cumplieron diez años de la muerte de José María Borghello, aunque, como diría Juanjo Hernández, tendemos a hablar de los muertos en términos de tiempo cuando en realidad esa dimensión les es ajena: ellos están en una especie de eternidad sin demarcación, sin años, ni meses, ni horas. Es que esa terca humanización de nuestros amigos fallecidos es una manera de mitigar el dolor de su ausencia, un escapismo para no aceptar que ya no están. 

Cuando me comunicaron su deceso, las palabras sonaron como escándalos: José María está muerto. Tal era el previsible dolor que ni siquiera me lo dijeron en castellano, me lo dijeron en inglés porque era una forma de establecer una distancia entre la noticia y el receptor, una mediación cautelosa entre la muerte y su conocimiento. 

En castellano hubiera sido demasiado directo, demasiado grave, en inglés en cambio el golpe llegaba amortiguado por preparatorios escalones mentales. Recuerdo que no moví la cabeza, seguí mirando el techo, quieto, cristalizado, y las lágrimas se empezaron a derramar por las mejillas hacia los costados, como piedras que se despeñaran por laderas volcánicas. 

Ahora tampoco está Juanjo, con quien nos consolábamos, recordándolo. Ojalá resuciten. En tal caso, seguro que se reconciliarán, quizás disfrazados de Inmaculada y Ángel azul, y se contarán todo lo que haya pasado.

Fuente: http://www.losandes.com.ar/notas/2005/2/5/cultura-143160.asp


Material disponible en Biblioteca LGTBI de Jose Maria Borghello
Libros:


-Que los niños huyan de mi
Orion - Argentina - 1974

-Plaza de los lirios
Galerna - Argentina - 1985


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