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7/4/21

Textos en Pandemia: Silvina Ocampo

 


Los Ensayos Literarios caen en el lugar común de poner la figura y escritura de Silvina Ocampo empañanada primero por la de su hermana Victoria Ocampo y luego por la de su mardio Adolfo Bioy Casares y el amigo de este, Jorge Luis Borges. Como si esto no bastara, se insiste en la "sospecha" de si era o no lesbiana. De hecho el libro "La hermana menor" de Alejandra Enriquez es gira en aburridamente en torno a ese eje, como un eco almidonado y rancio de aquel "forzar a salir del armario" que tanto se usó en otros tiempos. 

Si en vez de leer ensayos sobre Silvina se lee su obra, se leen sus cartas con Pizarnik o los Diarios de Bioy, todo queda muy claro. No hay nada oculto. No hay oscuros. Hay luz y libertad. Una libertad adelantada a su época, quiza. Un matrimonio con sus propias reglas. Recien en la actualidad estos temas comienzan a hablarse. 

Mas vale disfrutar su obra. Cuesta elegir, porque es una de mis escritoras preferidas. Pero mi intención con esta nueva sección del blog es simplemente despertar la curiosidad en un@ aut@r y que luego cada un@ elija si quiere emprender su búsqueda. 

Aqui dejo entonces, dos cuentos de Silvina Ocampo. 

Pietro



Cielo de claraboyas de Silvina Ocampo

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.


Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.


Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa. Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.


Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.


El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.


Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.


La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.


Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.


Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.




La casa de azúcar de Silvina Ocampo


Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina.

Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, esta supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron fastidiarme y a preocuparme  seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:


—¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire.


En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas. Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.


—Acaban de traerme este vestido —me dijo con entusiasmo. Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado—. ¿Cuándo te lo mandaste a hacer?


—Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece? 


—¿Con qué dinero lo pagaste?


—Mamá me regaló unos pesos.


Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla. Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito.  Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza. Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.


—¿Qué quiere? —repitió dos veces.


—Vengo a buscar a mi perro —decía la de voz de una muchacha—. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.  


—Los barriletes son juegos de varones.


—Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes  pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.


—Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida. 


—Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la  casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.


—No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?


—Bruto.


—Lléveselo, por favor, antes de que me encariñe con él.


—Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.


—No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?


—¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.


—A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.


—No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?


—Bueno. Me quedaré con él.


—Gracias, Violeta.


—No me llamo Violeta.


—¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa  Violeta.


Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó: 


—¿Te gustaría que me llamara Violeta?


—No me gusta el nombre de las flores.


—Pero Violeta es lindo. Es un color.


—Prefiero tu nombre.


Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de constitución, asomada sobre el parapeto de fierro. Me acerqué y no se inmutó.


—¿Qué haces aquí? 


—Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.


—Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola. 


 —No me parece lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?


—¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?


—Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y  con quedar partirse.”


Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué?, de todo), durante el trayecto apenas le hablé.


—Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio —le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.


—No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama.


—Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas para tirar o recoger basuras.


—No me fijo en esas cosas.


—Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.


—He cambiado mucho.


—Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que  tiene un museo de leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.


—No te comprendo —me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio. Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:


—Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?


—Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza, ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.


No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas. Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.


—Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.


—No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta —respondió mi mujer.


—Usted está mintiendo.


—No miento. No tengo nada que ver con Daniel.


—Yo quiero que usted sepa las cosas como son.


—No quiero escucharla.


Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí. No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles.


En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable pero me exasperaba , porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas! Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:


—Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada —fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.


A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:


—¿No vivía una tal Violeta?


Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.


—Canto con una voz que no es mía —me dijo Cristina, renovando su aire misterioso—. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.


Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario. De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina. Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto. Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando.  Desde la puerta de calle oí voces de mujeres que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.


Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.


—¿Usted es el marido?


—No, soy un pariente —le respondí secándome los ojos con un pañuelo.


—Usted será uno de sus innumerables admiradores —me dijo entornando los ojos y tomándome la mano—. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.


—Quiere consolarme —le dije. Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:


—Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse”. 


Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:


—No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo? 

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme para demostrar su simpatía. Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba. Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.


Silvina Ocampo (1903-1993).

Buenos Aires, Argentina.

"La casa de azúcar", La furia, 1959.

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