Más de 60 mil ejemplares vendidos. En 1983 comenzaba el destape en la Argentina, los meses previos a la primavera democrática.
"La brasa en la mano" (Fragmento)
Trato de recordar. Los dos estábamos en un coche y él me dijo: "No tengo derecho a pedírtelo, pero si sé que te acostás con otros... "Era su declaración de amor. Lo había perseguido durante meses y, al fin, se decidía. A su manera..."Tenés que comprender. Es difícil para mí. Si te dijera que estoy enamorado de vos, mentiría. No es eso." No; no era eso. Y sin embargo insistía, decía (aunque era la primera vez) que sufriría si yo me acostaba con otros, que no estaba enamorado de mí, que: "Soy un egoísta; perdóname". Lo miré; miré sus rodillas desoladas. Era un niño pidiéndome perdón. El coche dobló la esquina donde bajó y nos separamos, aún tuve tiempo de decirle el "Hasta mañana" acostumbrado y de mirarlo alejarse con el portafolios bajo el brazo. Desapareció en la calle, tal vez en la otra esquina, mientras me hundía en el asiento.
Yo soy pequeño, esmirriado, un poco triste, con la cara apretada por esa tristeza. El espejo me devolvió la imagen, cruelmente, en el momento de achicarme en el asiento (con la fugacidad que tienen los espejos que reflejan el sol) y en el momento en que el chofer me miraba para que le dijera adónde me llevaría. Lo dejé esperando, porque a la fotografía alejándose, su imagen de hombre seguro caminando, el vaivén de sus portafolios.
El tono de tristeza que puedan tener estas palabras es de ahora; entonces, yo era feliz. Piensen en que él me había dicho que me quería, en que él me quería, en que yo no lo sabía. Esta es una historia de amor (o lo que es lo mismo: una historia de contradicciones) y debo decirlo desde el comienzo: el que no haya amado no podrá entenderla. Piensen en el amor y díganme si había o no motivos para estar alegres.
El coche se alejó velozmente hacia cualquier calle los árboles eran otras tantas pantallas pasando en la luz. Las caras que veía al sesgo cuando se detenía, me aparecían opacas, preocupadas. Todas eran iguales. Mejor ni mirarlas. "Miguel, qué feliz soy". Sin embargo, ellas miraban, se arremolinaban junto a la ventanilla. "Miguel, sos vos el que tiene que perdonarme ¡No sabés cuánto te quiero!" Una cara se detuvo, o me pareció, porque siguió de largo. "No importa que no me quieras. Lo único que te pido es que estemos juntos". Otra me amenazó... ¿Pero qué había hecho yo? Sí, me había sonreído. Es difícil esconder la felicidad, pero aún es más difícil mostrarla. Y en eso el coche frenó. Alcancé a verlas apretadas en la desesperación de haberse salvado (el temblor animal del abrazo de la mujer), y alcancé a ver la furia del chofer gritándoles. Vaya a saber en qué felicidad irían pensando.
Esa fue la primera vez que me dijo que sí. La otra es demasiado vergonzosa y triste para recordarla. Me averguenza porque es el final del romance vulgar (que también tiene su explicación, tratándose de él) y me entristece porque tal vez quiso darme lo mejor de sí y yo no lo entendí. Era un consuelo, de todas maneras; y a la vergüenza y la tristeza se mezcla en el recuerdo el rencor. El me confundía con una mujer; nuestras relaciones tenían no sé qué de parecido con las del hombre y la mujer. Hasta creo que se convertía cambiándome el sexo en el diminutivo de mi nombre. Hoy pienso que toda la ternura de que era capaz está en esa despedida. Me dijo: "Pase lo que pase, no te olvidaré. Hemos sido muy felices". ¡ El final de la pareja de novios, en que él abandona después de haber conseguido lo que quería!
(Pero no. No fue así. Si debo recordar, debo decirlo. Es fácil repetir. "Hemos sido muy felices", sin mirar la cara de él que escucha. Él está junto a la ventanilla de otro coche y habla distraído. Y como quien encuentra la frase exacta se vuelve y me dice las palabras con alegría. La cara se le ilumina y siento la presión de su mano en el brazo. ¡Y es el final! Sólo detrás del resplandor está la tristeza, esa desesperación que me aprieta el brazo. Pero en mí las palabras hablan de otra manera. Me dicen: "Todo terminó. Hay que ser fuerte". Está más joven que nunca. La cara bien afeitada, blanca; el cuerpo laxo en el descanso, en ese abandono trágico que le dibuja el rictus que amo tanto. "No seas zonzo. Tenés que vivir tu vida. Olvídate de mí. Al fin de cuentas, ¿qué pasó entre nosotros?" Por un instante siento que es así, que tiene razón, y le agradezco que reconozca que hemos sido felices. Pero inmediatamente lo aborrezco y pienso cómo pude enamorarme de un hombre como él, y lo compadezco y me compadezco. Entonces sus ojos insisten en el hallazgo, brillan en la afirmación del "Hemos sido muy felices", y aceptó, copio el gesto amargo de su boca, sonrío y digo sí).
“¡Está loco!”, aullaba Adolfo. “¡Mirá cómo sale! ¡Lo van a llevar preso!” Corrí detrás de él, seguido por los otros, pero su batón floreado iba dos pisos adelante, como una enloquecida mariposa que aparecía y desaparecía, espantada por nuestros gritos. Cuando ganamos la calle, él estaba entre un remolino de curiosos, el ómnibus se había detenido y el chico que le vendía los diarios (que tenía su puesto en la esquina) capturaba a Aglae, trepado a una ventanilla. Los tres mirábamos la escena sin atinar a nada, inmóviles ante lo que ocurría. El chico le entregaba el pajarito y respondía a su beso de agradecimiento con un “¡No, es nada, señorita!”, y le decía a un vecino, para mayor aclaración: “Es la señorita del quinto piso”. (Villordo, 1983, p. 21)
“…iba y venía de una crema a la otra, volvía a embadurnarse, con una habilidad y una ligereza que al menor descuido presentaba al espectador una cara diferente, sin que pudiera explicarse como había ocurrido el cambio. Sobre los anteojos se alargaba las cejas, sobrecargaba de rimel los párpados, se sombreaba las ojeras. (…) Para los labios tenía el rápido movimiento de cilindro de las mujeres (…) Jamás salía pintado a la calle, ni se lo hubiese permitido, sino con la cara borrada, refregada para sacarse los afeites. Unicamente para el incrédulo diariero (un chico que le alcanzaba los diarios por la puerta entreabierta) contaban los atuendos y las cremas. Para los transeúntes, sólo la cara inexpresiva de ese señor constantemente apurado e imprudente, ese hombre de edad indefinida, que se parecía a cualquiera de ellos”. (Villordo, 1983, p. 16-17)
“Adolfo dijo que era temprano; él dijo que era tarde. El otro dijo que era la hora de los maricas, Beto que era la hora de los marineros”. (Villordo, 1983, p. 24)
“Los soldados se sentaron en un banco, Beto dudó, miró una y otra vez, sin soltarme el brazo, y siguió hablando como si me dijera algo importante (…) Su conversación era una alocada sucesión de gestos, una disparatada exhibición destinada a los dos espectadores, cuyas reacciones vigilaba sobre mi hombro, con miradas que tenían una sola dirección y que acabaron en poner sobre aviso a los muchachos”. (Villordo, 1983, p. 32)
“Después, mirando a los conscriptos que estaban apoyados en la victrola, quiso oír un disco, acercarse a ellos, que evidentemente habían tenido menos suerte que él. Lo acompañé para que se mostrara, para que tuviera ese momento de alegría infantil, que es el creerse superiores a los otros, y porque una vez en el juego las leyes de la pareja son iguales a los del hombre y la mujer.” (Villordo, 1983, p.39)
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